De significaciones, luchas e ilusiones
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Fernando Solanas tomó a la Argentina, como punto de partida e hilo conductor de todas sus producciones audiovisuales. Más específicamente, la sometió a análisis bajo la lente de su cámara testigo, y la ferocidad de sus palabras. En su ciclo de documentales, expone una realidad que, filtrada por sus ideales y su orientación política, nos llega como un racconto de la debacle argentina, producto de las malas decisiones y las políticas económicas fallidas. Una visión crítica de la sociedad con atisbos de panfleto político, y alternativas para la reconstrucción de la nación.
“La dignidad de los nadies”, el segundo film de la saga, retrata la cara oculta de la crisis social y económica que abrazó al pueblo en el primer escalón del siglo XXI; la desocupación y la pobreza se afianzaron, como moneda corriente. Los “nadies” son todos, y nadie particular, son historias de hombres y mujeres que encontraron el coraje en la resistencia social. Historias de luchadores muchas veces despreciados, que enarbolaron la bandera con orgullo, defendieron sus derechos y crearon alternativas para paliar la falta de sus necesidades más básicas.
La película empieza con un montaje de varios planos, algunos chicos jugando a la pelota alegremente, mujeres que caminan con bebés en brazos, hombres que parecen mirarnos acusando, grafittis y panorámicas de un barrio humilde, acompañadas de esos tangos tan característicos que le dan emoción y fuerza al relato, que atrapan la atención. Luego viene un rápido conteo de aquellos casi quince días de diciembre del 2001, donde se da toda la situación que retrata en el primer rodaje de la saga, “Memoria de un saqueo”; una suerte de recopilación de la historia argentina hasta la caída del gobierno de De La Rúa, que documenta datos y cifras, y logra sentar una clara postura política, un discurso de reclamo y culpas. Ese frenético conteo nos vuelve a situar en el contexto, para después abrir el campo a aquellos olvidados de siempre y a sus recuerdos de esos tiempos, a la cuestión social y no tanto política de la crisis; a los todos, nadies, algunos, pocos y muchos que intentaron desde su lugar, levantarse y seguir, reconstruir los pedazos de una sociedad quebrada. Porque ese mensaje deja la película; la apuesta por volver a creer y la convicción de ser capaces de modificar los cimientos.
Un hombre baleado el 20 de diciembre en Plaza de Mayo, el maestro de escuela que lo asiste, dos colaboradoras del Hospital Posadas, que relatan la imposibilidad de cubrir las demandas de la gente como consecuencia de la falta de presupuesto e insumos. Fábricas recuperadas por obreros que no cedieron a las intimaciones, un grupo de mujeres rurales que se organizan para impedir remates de tierras, piqueteros en la ruta y un emotivo, pero chocante, recuerdo a las memorias de Maximiliano Kostecki y Darío Santillán. Chocante porque está presentado para crear emoción, porque la cámara en mano se mete dentro de sus funerales, en la intimidad de sus familiares, casi como si estuviésemos parados frente al cuerpo de Darío y siguiésemos la trayectoria de su mano, sostenida fuertemente por su novia.
Pino Solanas vuelve a involucrar su voz en ésta segunda película, pero de diferente manera. Utiliza pequeñas coplitas rimadas para presentar a los diferentes personajes, pero más allá de eso, no vuelve a tomar el relato de todo el film mediante su voz; sino que la cede a aquellos que no la tienen frente a los medios. No acusa, es más emocional y melancólica que su antecesora, representa la bajada social de aquella construcción política y cifras apabulladoras que nos presenta primero.
Forma parte de su estética, el constante juego con los planos y sus significaciones, la fuerte carga de icono y construcción, otra manera de reflejar su ética, sus conceptos e ideas, de una manera potencialmente atractiva para el espectador, que enriquece el relato y proporciona soporte a los testimonios. Entonces ahí lo vemos, los planos que toman a los edificios desde abajo, que los resaltan como gigantes del poder e inamovibles. Con violines de fondo, que parecen resaltar la ironía.
Como contraparte aparecen aquellos otros planos que establecen una horizontalidad con el espectador y el entrevistado, una interacción mayor. Cámara en mano nuevamente, testigo de la escena, que permite lograr y transmitir una mayor intimidad, implantar una relación necesaria entre entrevistador y entrevistado, un vínculo que interactúa con el público, hasta hacernos creer que estamos ahí, que los nadies nos hablan y nos miran a nosotros. Los planos se ponen a la altura de los hombres y mujeres, reflejándolos como iguales que hablan de su lucha.
Además, el hecho de que sea Fernando Solanas el interlocutor, y que incluso se escuche su voz preguntando, nos da la pauta de su compromiso con el documental, de las cuestiones estéticas de las que echa mano para llegar más profundamente en el imaginario social. La cámara elabora su discurso reemplazando a su voz, actúa como una extensión de su pensamiento.
Quizá tampoco serían necesarias demasiadas aclaraciones; las imágenes hablan por sí mismas, transpiran verdad y riqueza de testimonio documental; la música nos lleva a diferentes climas, emotivos y de impotencia; los silencios son elocuentes, crean expectativa, dejan tiempo para asimilar la idea anterior y la asientan.
Las críticas probables recaen en la falta de pluralidad de voces, a pesar de la cantidad de testimonios recavados, siempre están de un mismo lado de la línea. Todas las declaraciones terminan reforzando su fin último, que es el de la reconstrucción de la historia de aquellos marginados que supieron evitar remates, crear un fondo de medicamentos y cocinar para 300 personas por día, con sólo tres cebollas. Y la única voz crítica al modelo de protesta que se filtra, fue la de una señora que indignada, se quejaba de los vasitos de jugo que repartían a los piqueteros marchantes, a los que repudió. De todas maneras, aún así ésta declaración sirve a su documental, porque incluso refuerza la visión de Solanas al presentar a una mujer enojada, que parece hablar sin pensar y totalmente iracunda, como modelo “de contra”.
Finalmente la película nos transporta a abril del 2004, cuando en una especie de epílogo nos muestra la situación de esas pequeñas historias; de los padres que finalmente logran enviar a sus hijos al colegio, del maestro que continúa con su comedor, de la novia de Darío que aún lo llora, del motoquero baleado, que formó una familia. Y comienza con un plano abierto, que luego cierra en las caras de cada uno de ellos, transportando el sentimiento afuera de la pantalla.
“La dignidad de los nadies” no recae nuevamente en culpas, muestra historias de valía, de lucha y solidaridad. No muestra cuestiones políticas, sino sus consecuencias y las vivencias de una población indigente, que se organizó para sobrevivir. Es el cuento de una época, el mosaico de un país y la esperanza instalada, la apuesta a creer en una futura reactivación de la nación. Un basta proclamado a los gritos por el pueblo, una sublevación contra el desempleo y el hambre.
Por Florencia Calabrese
“La dignidad de los nadies”, el segundo film de la saga, retrata la cara oculta de la crisis social y económica que abrazó al pueblo en el primer escalón del siglo XXI; la desocupación y la pobreza se afianzaron, como moneda corriente. Los “nadies” son todos, y nadie particular, son historias de hombres y mujeres que encontraron el coraje en la resistencia social. Historias de luchadores muchas veces despreciados, que enarbolaron la bandera con orgullo, defendieron sus derechos y crearon alternativas para paliar la falta de sus necesidades más básicas.
La película empieza con un montaje de varios planos, algunos chicos jugando a la pelota alegremente, mujeres que caminan con bebés en brazos, hombres que parecen mirarnos acusando, grafittis y panorámicas de un barrio humilde, acompañadas de esos tangos tan característicos que le dan emoción y fuerza al relato, que atrapan la atención. Luego viene un rápido conteo de aquellos casi quince días de diciembre del 2001, donde se da toda la situación que retrata en el primer rodaje de la saga, “Memoria de un saqueo”; una suerte de recopilación de la historia argentina hasta la caída del gobierno de De La Rúa, que documenta datos y cifras, y logra sentar una clara postura política, un discurso de reclamo y culpas. Ese frenético conteo nos vuelve a situar en el contexto, para después abrir el campo a aquellos olvidados de siempre y a sus recuerdos de esos tiempos, a la cuestión social y no tanto política de la crisis; a los todos, nadies, algunos, pocos y muchos que intentaron desde su lugar, levantarse y seguir, reconstruir los pedazos de una sociedad quebrada. Porque ese mensaje deja la película; la apuesta por volver a creer y la convicción de ser capaces de modificar los cimientos.
Un hombre baleado el 20 de diciembre en Plaza de Mayo, el maestro de escuela que lo asiste, dos colaboradoras del Hospital Posadas, que relatan la imposibilidad de cubrir las demandas de la gente como consecuencia de la falta de presupuesto e insumos. Fábricas recuperadas por obreros que no cedieron a las intimaciones, un grupo de mujeres rurales que se organizan para impedir remates de tierras, piqueteros en la ruta y un emotivo, pero chocante, recuerdo a las memorias de Maximiliano Kostecki y Darío Santillán. Chocante porque está presentado para crear emoción, porque la cámara en mano se mete dentro de sus funerales, en la intimidad de sus familiares, casi como si estuviésemos parados frente al cuerpo de Darío y siguiésemos la trayectoria de su mano, sostenida fuertemente por su novia.
Pino Solanas vuelve a involucrar su voz en ésta segunda película, pero de diferente manera. Utiliza pequeñas coplitas rimadas para presentar a los diferentes personajes, pero más allá de eso, no vuelve a tomar el relato de todo el film mediante su voz; sino que la cede a aquellos que no la tienen frente a los medios. No acusa, es más emocional y melancólica que su antecesora, representa la bajada social de aquella construcción política y cifras apabulladoras que nos presenta primero.
Forma parte de su estética, el constante juego con los planos y sus significaciones, la fuerte carga de icono y construcción, otra manera de reflejar su ética, sus conceptos e ideas, de una manera potencialmente atractiva para el espectador, que enriquece el relato y proporciona soporte a los testimonios. Entonces ahí lo vemos, los planos que toman a los edificios desde abajo, que los resaltan como gigantes del poder e inamovibles. Con violines de fondo, que parecen resaltar la ironía.
Como contraparte aparecen aquellos otros planos que establecen una horizontalidad con el espectador y el entrevistado, una interacción mayor. Cámara en mano nuevamente, testigo de la escena, que permite lograr y transmitir una mayor intimidad, implantar una relación necesaria entre entrevistador y entrevistado, un vínculo que interactúa con el público, hasta hacernos creer que estamos ahí, que los nadies nos hablan y nos miran a nosotros. Los planos se ponen a la altura de los hombres y mujeres, reflejándolos como iguales que hablan de su lucha.
Además, el hecho de que sea Fernando Solanas el interlocutor, y que incluso se escuche su voz preguntando, nos da la pauta de su compromiso con el documental, de las cuestiones estéticas de las que echa mano para llegar más profundamente en el imaginario social. La cámara elabora su discurso reemplazando a su voz, actúa como una extensión de su pensamiento.
Quizá tampoco serían necesarias demasiadas aclaraciones; las imágenes hablan por sí mismas, transpiran verdad y riqueza de testimonio documental; la música nos lleva a diferentes climas, emotivos y de impotencia; los silencios son elocuentes, crean expectativa, dejan tiempo para asimilar la idea anterior y la asientan.
Las críticas probables recaen en la falta de pluralidad de voces, a pesar de la cantidad de testimonios recavados, siempre están de un mismo lado de la línea. Todas las declaraciones terminan reforzando su fin último, que es el de la reconstrucción de la historia de aquellos marginados que supieron evitar remates, crear un fondo de medicamentos y cocinar para 300 personas por día, con sólo tres cebollas. Y la única voz crítica al modelo de protesta que se filtra, fue la de una señora que indignada, se quejaba de los vasitos de jugo que repartían a los piqueteros marchantes, a los que repudió. De todas maneras, aún así ésta declaración sirve a su documental, porque incluso refuerza la visión de Solanas al presentar a una mujer enojada, que parece hablar sin pensar y totalmente iracunda, como modelo “de contra”.
Finalmente la película nos transporta a abril del 2004, cuando en una especie de epílogo nos muestra la situación de esas pequeñas historias; de los padres que finalmente logran enviar a sus hijos al colegio, del maestro que continúa con su comedor, de la novia de Darío que aún lo llora, del motoquero baleado, que formó una familia. Y comienza con un plano abierto, que luego cierra en las caras de cada uno de ellos, transportando el sentimiento afuera de la pantalla.
“La dignidad de los nadies” no recae nuevamente en culpas, muestra historias de valía, de lucha y solidaridad. No muestra cuestiones políticas, sino sus consecuencias y las vivencias de una población indigente, que se organizó para sobrevivir. Es el cuento de una época, el mosaico de un país y la esperanza instalada, la apuesta a creer en una futura reactivación de la nación. Un basta proclamado a los gritos por el pueblo, una sublevación contra el desempleo y el hambre.
Por Florencia Calabrese
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